De pronto sientes que la sangre emana. Tibia, líquida, su tacto te desasosiega pero no puedes controlar su mortal flujo. Sientes como todo a tu alrededor se torna difuso, y quieres llorar, pero la angustia tapona tus lágrimas, y quieres gritar, pero lo único que de tus labios brota es un gemido sordo que sólo tú puedes oir. Y lentamente ves cómo la vida huye sin disimulo pero sin prisa, abandonándote a tu suerte, entregándote a la muerte.
El cuerpo no es más que un triste envoltorio de tu alma, y el sufrimiento de aquél apenas sí se siente como un rasguño de ésta.
Si dejas que tu alma se ahogue, si no puedes evitar que caiga al agua y nadie te enseñó a andar, entonces ya nada más te importará, nada salvo desear con todas tus fuerzas volver a esa nada primigenia, a ese origen sin sustancia, a ese éter que había cuando nada era lo que había. Tu pasado y tu futuro, tu infinito descanso del ser donde no ser es lo que hay, donde lo que hay es nada, porque no hay nada en medio de la nada.